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Pensando en los bandidos, el caminante sólo oyó el quejido cuando ya estaba muy cerca. Cuando cuidadosamente se acercó, intentando no ser visto, encontró a un viejo cansado y herido en un socavón que había escarbado en el suelo un gigantesco tombyl (1). Parecía malherido, como si tuviese un hueso dañado después de una mala caída. Lo examinó y quedó complacido de que no tuviera, al menos, ninguna herida visible, aunque después aún se preocupó más porque eso no excluía que el venerable anciano tuviera alguna que no lo fuera. Sin embargo, se fijó entonces en los ojos del anciano que le miraban fijamente y se dio cuenta que le estaba sonriendo con beatitud. Aquello le sorprendió: tenía unos ojos raros, casi dorados y con una forma que le recordaba a algo pero, si se lo hubieran preguntado, no hubiera podido decir a qué.
Así que lo cogió en brazos y lo llevó a una cueva que había visto desde lejos que le parecía un buen lugar para que el anciano descansara y, si podía, hacerlo él también. Entró en la cueva y sonrió a pesar de llevar al anciano a cuestas: como a unos 5 metros de la entrada había una apertura en la piedra por la que entraba de forma directa la luz que iluminaba una lago interior de tamaño medio y le permitió ver que al otro lado había otra apertura en la piedra que parecía prometedora. Cuando alcanzó la apertura, vio que no era el primero que había tenido esa idea: dentro había una habitación espartana pero con todo lo necesario, desde una cama hasta un baúl debajo de una ventana escarbada en la piedra. Tuvo un pequeño momento de duda por si venía el dueño de aquella cueva pero lo desechó pensando en que estaba lejos de todo y que era poco probable que en pleno día alguien más fuera a meterse en la misma cueva por muy acogedora que fuera por dentro.