13 junio 2024

Capítulo XXIII: Hacia la capital del Imperio

A frey Rilaus no le sentaba nada bien viajar a horcajadas sobre aquel bruto: hubiera preferido hacerlo en carruaje o, mejor aún, en litera. Si era reclamado por la Emperatriz en la capital, era lo mínimo. Pero el chambelán, sonriendo de una manera condescendiente, le había mirado de arriba abajo y le había dicho:

- Lo siento, Frey, debemos ir deprisa: no sabemos a quién nos podemos encontrar y, además, los caminos hoy no son ya muy seguros.

Así que le habían hecho montarse en aquel alazán pesado y anchote. Una vez en ruta había estado a punto de decir varias veces que no iban muy deprisa, a pesar de ir a caballo, pero las miradas que recibió de la comitiva del chambelán, le disuadieron de ello.

Frey Rilaus con su vino...

Sí, se había unido a aquel cambio, porque creía que se merecía mucho más que estar en aquel monasterio de provincias, sujeto a la voluntad de personas tan despreciables como aquel monje científico. Ja, científico: el calificativo que se merecía era derrochador y él, después, tenía que cuadrar las cuentas. Es cierto: eso le beneficiaba porque así siempre podía encargar algunas botellas más de aquel vino añejo que venía de las excelentes vides del golfo de Esdáloren, para su bodega particular. Pero, aparte de aquella pequeña ventaja, junto con otras igual de menores, se merecía no estar más allí e irse a otro lugar mucho más representativo: él estaba hecho de otra pasta. Mientras pensaba eso, se pasó ambas manos por los lados de su prominente barriga. Llevaban varias horas montando a caballo y no habían parado a comer. Y lo peor: no parecían tener ningún interés en hacerlo.

Por eso, le empezaba a parecer que muchas cosas no eran como se las habían pintado. Sí, era cierto, odiaba a aquel dichoso Abad: "a ver si les podía esperar muchos años en el otro barrio", pensó para sí, aunque experimentó algo de incomodidad de pensar lo que habían hecho con el Abad. Pero aquello le enfureció aún más: la culpa era de aquel monje científico. Porque él estaba seguro de que si no hubiera sido por él, el Abad, perteneciente a la influyente familia Daringual, hubiera atendido sus ruegos de que se posicionara a favor de la Emperatriz y en contra de aquel heredero, que iba a ser otro blando como su padre.

Encima, aquellos insensatos de guardias imperiales no habían cogido preso a ese monje y les había pillado diciendo que no habían encontrado a quien iban buscando y que, como lo necesitaban para llevar a buen puerto su plan, iban a dejar el monasterio. Les había dicho con cara de bastante pocos amigos que habían dejado escapar al Frey, pero ellos habían soltado una risotada y habían cambiado de conversación. Por tanto, el científico no era a quien habían ido buscando. Eso sí que le había sorprendido. ¿Qué había en el monasterio que les interesase tanto? Él nunca había visto nada fuera de lo común... ni siquiera en la despensa.

Pero, en cualquier caso, no tenía sentido que ahora fueran a dejar aquel complejo sin control ni vigilancia: eso posibilitaría que los agentes más opuestos al cambio propugnado por la Emperatriz, lo ocupasen o que hicieran lo propio los bandidos de los caminos que se decía que cada día eran más numerosos.

Continuaron el viaje: el chambelán y sus soldados iban a buen paso de forma que poco a poco, el paisaje por el que pasaban iba cambiando, a medida que se fueron alejando del Monasterio de Sinningen. El área donde este se situaba era verde y rica todo el año: la proximidad con el océano había dado un clima muy benigno a aquella zona próxima al Estuario del golfo de Haloren, donde desembocaba el río Iridio, uno de los dos en los que se dividía el Gran Río, tras las grandes cataratas de Naras. Las abundantes lluvias en las estaciones más frías, hacían que el ciclo anual de crecimiento de plantas diera abundantes frutos, desde pequeños y dulces como el sílkalo hasta grandes y jugosos como las yupipas o las manzanas que crecían en el huerto de los monjes y salvajes en otras tierras vecinas. Por supuesto, la hierba no faltaba en invierno: en cuanto al verano, dependía de cada verano y de lo húmedo o seco que fuera este, pero por regla general, los animales tenían comida suficiente también en las estaciones más secas.

Foto de Ivan Dražić de Pexels.

Sin embargo, conforme se alejaban del océano, el paisaje primero cambiaba para dejar paso a aquella cordillera alta, fría, con fuertes vientos y nevada, especialmente por su lado este, tanto que la habían llamado hace mucho, mucho tiempo la Sierra del Viento Nevado. Una vez que se cruzaba la cordillera, se llegaba a un área árida y seca, denominada la Estepa del Viento del Este, que la hacían inhóspita hasta el área por donde discurría el Río Azul, el otro río importante en el que se dividía el Gran Río tras las mencionadas cataratas de Naras. 

A partir de dicho río, se llegaba fácilmente por carreteras de piedra que estaban muy bien mantenidas a la capital.

Sin embargo, cuando aún no habían entrado en la estepa, Frey Rilaus se había hecho el dormido y había oído a los soldados del chambelán reírse de él y de sus deducciones a mandíbula batiente. Parece que su condición de monje, para ellos, no era un motivo de respeto sino más bien de risión. Durante un momento, pensó que quizás no estaban tan interesados como le habían dicho en que fuera a la capital. Pero, al cabo del rato, desechó la idea: carecía de ningún sentido que entonces le hubieran invitado tan atentamente a ir con ellos.

Y así concilió bien el sueño aquella noche: esperaba ser recibido por una Emperatriz, contentísima de tener a su lado a un miembro de su orden tan inteligente y, sobre todo, complaciente con su Majestad.

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2 comentarios:

  1. Qué curioso. Durmió como un lirón. Un abrazo

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    1. Je. Era un poco pelotilla este fraile. 🤣
      Otro abrazo para ti. 🤗

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