28 junio 2024

Capítulo XXXI: Los fugitivos salen de los túneles (II)

Aunque Lasánides no había conseguido tranquilizar a Frey Kaistos sobre las consecuencias de sentir la presencia de Awlin, el monje científico parecía un poco más tranquilo, pero no lo estaba del todo. Especialmente, no había ninguna ley científica que permitiera considerar la existencia de entidades incorpóreas. Pero no podía negarse a sí mismo que llevaba sintiendo su presencia desde hacía más de una década y que, de hecho, había sido él quien les había indicado algunos peligros en los últimos días. Sin embargo, su mente analítica no estaba muy conforme con la existencia misma de la entidad y, si era sincero consigo mismo, hubiera tenido una posición muy crítica con cualquiera que le hubiera dicho que sentía la presencia de una entidad como Awlin.

Ahora bien, el reconocimiento por parte de Lasánides, alguien que, desde luego, no era dado a miedos o a consideraciones supersticiosas sobre la realidad, de que también había sentido a Awlin, le había dejado algo más tranquilo. Ya no parecía tan absolutamente lunático el reconocer que podía hablar con la criatura.

Image by Alan Frijns from Pixabay

Sin embargo, comprobar que el jefe duende había empezado a detectar que algo más pasaba le había preocupado. Los duendes eran seres divertidos hasta ser cargantes pero si tenían un filón como "el monje que ve fantasmas", las bromas iban a empezar a ser muy pesadas. Salvo que Awlin saliera de su estado miedoso y empezase a hacerles bromas a ellos: ya se sabe que, igual que un cotilla, odia que cotilleen de sus cosas, no hay nada peor para un bromista que le hagan bromas a él.

Mientras el Príncipe Erevin estaba concentrado con un mapa, que sostenían entre él, Lasánides, la Orante y Arbil, el pseudogemelo de este último, Elios, iba apuntando en un paliondrado distintas cosas que necesitaban recordar. Estaban próximos a la salida de los túneles a través de unas cuevas que acababan muy cerca del río Iridio, uno de los dos en que se dividía el Gran Río tras las cataratas de Naras. Pero aún no sabían en qué estado iba a encontrarse esa salida ni si había guardias o exploradores en las inmediaciones.

Al final, se decidió que la Orante y dos duendes salieran esa misma noche por la entrada de las cuevas y exploraran cada uno una dirección. Deberían volver antes de una hora con una respuesta sobre el estado de la salida y los alrededores. Aunque faltaban algunas horas para la noche, era necesario tomar esa precaución, porque si les estaban esperando fuera, les iban a detectar mucho más fácilmente si salían todos a la vez, que si salía una persona embozada. A los duendes no los iban a ver, porque seguro que eran demasiado pequeños para detectarlos en la distancia.

Así que se decidieron a pasar de la mejor manera el tiempo que mediaba hasta la noche. Los duendes, ruidosos normalmente, estaban callados e hicieron pocas bromas: todo lo que había ocurrido les había dejado un poco bajos de ánimo. La única excepción era su jefe que parecía divertirse mucho con la evidente incomodidad de Frey Kaistos.

Sin embargo, todo cambió cuando de repente vieron que su expresión cambiaba de la evidente risita segura y divertida a, primero, una de sorpresa a, poco después, otra de miedo e incomodidad. Frey Kaistos comprendió que Awlin había entrado en acción, molesto por la actitud del duende, que no era malo pero sí un poquito prepotente. 

Después, Awlin volvió, muerto de risa (si eso se puede decir del espíritu de un hombre muerto), a donde estaba Frey Kaistos y se volvió a colocar en su hombro derecho. Le dijo lo que había hecho: le había dicho al duende que sabía que llevaba unas monedas muy raras en su bolsa de la cintura y que as contaba durante la noche. En conclusión, si dudaba de su existencia, le iban a desaparecer cualquier noche de estas. Aquello hizo que Frey Kaistos se empezara a reír a carcajadas, lo que hizo que casi toda la cueva se volviera:  aquel monje se estaba volviendo loco.

En breve, la Orante y los dos duendes comprobaron que se había hecho de noche y avanzaron por el túnel hacia la entrada de las cuevas. Ahora sólo quedaba esperar. Lasánides seguía hablando con el príncipe y los dos pseudogemelos, a los que se había unido Arturiano, que, había dejado de jugar con todos los duendecillos, juego y distracción que habían agradecido sus progenitores. Echaba de menos a sus hijos y aquello hizo que los pequeños estuvieran entretenidos y que él dejara un poco de lado la nostalgia de su casa.

Foto de Oliver Roos en Unsplash

Al cabo de un rato, los tres exploradores volvieron: el camino estaba despejado... así que todos se encaminaron hacia la salida de las cuevas. 

El espectáculo que vieron fue uno para el que ninguno estaba preparado: las nubes cubrían el cielo y escondían las lunas, cuya luz, sin embargo, iluminaba todo aquel paisaje. El río caudaloso, aunque encajonado entre ambas orillas, reflejaba todo lo que se veía en el cielo. Todo estaba calmado y tranquilo, como si la pesadilla que habían vivido nunca hubiera existido. 

Algunos se sentaron para poder contemplar el espectáculo mejor. Pronto, sin embargo, el Príncipe interrumpió las ensoñaciones: no podían entretenerse, porque no sabían si estaban siendo vigilados desde lejos o de alguna otra forma.

Muy pocas personas se habían dado cuenta de que, antes, el Príncipe se había despedido especialmente de la Orante. En la armadura se podía ver el pañuelo que ella le había dado, mientras que, a pesar de su expresión concentrada, Erevin tenía ahora una luz especial en los ojos. Ella estaba más sorprendida que otra cosa y se tenía que preparar para encontrarse con los monjes en el Gran Monasterio de Os: a pesar de lo que habían hablado, ella estaba convencida de que no se iban a volver a ver.

Awlin, mientras, estaba feliz. Ahora entendía un poco más los sueños que tenía a veces: recordaba el mundo exterior y recordaba aquel río. Pero aquello tenía otra dimensión: cada vez tenía más ganas de saber quién era aquel ser de la voz plateada, qué tenía que ver con su muerte y por qué había vuelto. Frey Kaistos, que le había sentido de nuevo en su hombro derecho y había entendido en lo que pensaba, le dijo:

- Sí, Awlin, y también me gustaría saber si eras tú la causa de la invasión del monasterio y qué es lo que creen que sabes como para estarte buscando, si eso es cierto.

Sólo cuando terminó se dio cuenta de que lo había dicho en alto y que Lasánides le había oído. El grandullón le miró y dijo:

- Llevo preguntándome lo mismo desde que oí al ser de la voz plateada. Awlin, debes ir al Gran Monasterio de Os. Estoy seguro de que allí vas a encontrar, en algún paliondrado de su biblioteca, las respuestas que buscas.

Los tres grupos se despidieron con poca ceremonia, pues debían caminar el mayor tiempo posible de noche para lograr pasar desapercibidos. A pesar de todas las dudas, por una vez, nadie estaba viendo lo que se estaba produciendo en la salida de aquellas cuevas.

A lo lejos, el Gran Dragón Elandiar veía, desde su cueva en la Cordillera de los Picos Quebrados, el desarrollo de los acontecimientos y estaba contento. Pero la lucha por el Imperio no había hecho más que empezar. Debía llamar a sus hermanos. El tiempo de dormir había terminado. 

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