24 abril 2024

Capítulo VIII: La recuperación de Lasánides (y 2)

Imagen de Anja en Pixabay
Después del frugal desayuno y antes de iniciar sus labores de estudio en la torre, Frey Kaistos decidió que iría a ver cómo estaban los convalecientes. Sin que su ausencia se hiciera notar de forma generalizada, porque había intentado (y logrado) pasar desapercibido, salió al patio central y miró hacia el cielo: los dos soles compartían el firmamento hoy con alguna nube poco importante.

Ya lo había pensado antes: el día era precioso pero las imágenes de la noche le impedían disfrutar de lo que veía. Si algo le había quedado claro después de aquel desayuno era que tanto frey Rilaus como frey Sabelior incansablemente intentaban expulsarle del ámbito de confianza del Abad, y claramente le habían hecho saber que tenían planes para más adelante. Estaba claro que el Abad no estaba muy de acuerdo con esos planes, aunque se había limitado a ignorarles y a hablar de otras cuestiones mucho más prosaicas como el precio del trigo o la necesidad de que llegasen pronto los nuevos hermanos, una vez que hubieran terminado sus estudios reglados.

A Frey Kaistos, esas peleas siempre le habían aburrido: él estaba interesado en sus libros y sus experimentos. Las peleas para ver quién sucedía al Abad a largo plazo y quién influía más en él ahora no eran interesantes para él. Sabía perfectamente que, cualquiera que fuese el grado de poder que se les permitiera tener a esos dos en el futuro, una de las primeras cosas que iban a desaparecer era su habitación de experimentos en la torre y la posibilidad de seguir investigando, pero aún así continuaba sin estar interesado en esos jueguecitos.

Además, tenía muy claro que, si llegaba a darse cualquiera de dichas situaciones (tendría que rezar más aún para que no se produjeran...): no tenía ninguna gana de seguir allí. Si algo le había enseñado su ya bastante dilatada existencia era que no había nada peor, en la vida normal, que continuar en un sitio en el que algunos no se cansaban de recordarle que no era bienvenido allí.

Sin darse cuenta, había llegado a la puerta por la que se accedía al pequeño departamento de Lasánides. Miró hacia arriba y vio que los pequeños seres enanoides estaban más que enfadados. A su lado, el magnífico perro negro le contemplaba con tranquilidad, como si todo lo que hubiera pasado hubiera sido de lo más normal.

Abrió la puerta y entró. Lasánides se había quedado dormido de nuevo: ni siquiera los ruidos de los dos enanos habían conseguido despertarle. Decidió que tenía que entregar a aquellos dos seres a la unidad del monje vigilante. Le caía bien Frey Tinodar: era serio y leal y pocas veces le había visto perder la calma. Seguramente él sabría qué hacer con ellos.

- Frey - Lasánides se había despertado y se había incorporado.

- ¿Cómo te encuentras?

- Bastante mejor. Quieres sacar de aquí a esos dos ¿verdad? - dijo apuntando a donde se encontraban.

El monje asintió. 

- Ya me ocupo yo que en estas cosas tengo experiencia.

Estaba prácticamente vestido: se puso unas gruesas botas de cuero que se abrochaban a los lados. A continuación, cogió una de las cadenas que colgaban de la pared y se encaminó al balcón. Desató primero a uno que intentó morderle pero no lo consiguió porque convenientemente se había puesto unos gruesos guantes de cuero. Le ató a un extremo de la cadena y después repitió la operación con el otro atándolo al otro extremo de aquella. Para terminar, se puso a cada uno debajo de cada brazo y dijo sonriendo:

- Ya estamos preparados.

- Debemos llevarlos a Frey Tinodar: el sabrá qué hacer con ellos.

Salieron de allí con los perros y prácticamente sin hablar llegaron a la parte posterior del complejo. Ciertos monjes, veteranos de las guerras del Imperio, recalaban en los monasterios una vez que, bien por edad, bien por las heridas sufridas o bien por el cansancio acumulado después de tantos años en el frente, habían decidido volver a una vida pacífica. Se les posibilitaba incorporarse a esos grupos que mantenían el orden dentro de estos complejos, ayudaban en las cuadras y defendían a sus integrantes en desplazamientos o incluso si se producía un ataque dentro o fuera de sus paredes exteriores.

Cuando llegaron, Frey Tinodar no estaba: aún estaba en la reunión de la Junta. Pero sí estaba el portero, Jaryon, y había dos veteranos de guardia, al lado de los cuales Lasánides no parecía grande. Se decía que Tunadros no se encontraba muy bien.

- Parece que no está muy estable -dijo, mientras se tocaba la sien derecha-, el enfermero que lo atendía ha requerido la asistencia de dos hermanos para que lo sujeten mientras lo atan. Les preocupa que pueda acabar rompiendo la pared.

Miró a Lasánides.

- Celebro que te puedas levantar. Imagino que esos son los que han intentado envenenarte... - Lasánides asintió mientras los dos seres intentaban escupir e insultar pero no podían porque les habían tapado la boca.

Entre los dos hermanos, cogieron a los enanoides y los llevaron a uno de los cubículos que se usaban de cárcel improvisada. Claro, nunca habían tenido allí encerrado a nadie parecido a los que les habían llevado pero tal y como  les iban a sujetar iban a tener muy difícil escaparse. Como mucho, había habido algún ratero que, durante las oraciones, había intentado robar las monedas de alguna señora que no estaba controlando sus pertenencias o bien alguno que había intentando montar bulla dentro del complejo y, mientras se calmaba, lo habían metido allí.

Frey Kaistos, mientras, se sentó en un taburete: se sentía abrumado por las noticias del hermano Tunadros. Al fin y al cabo, rompió el huevo porque él se lo pidió. Sólo entonces notó ese toque familiar en un hombro, pero no podía decir nada porque nadie sabía que Awlin estaba allí y aún menos que podía comunicarse con él. Por el momento, así debía seguir siendo, hasta que se supiera con seguridad qué estaba pasando.

La puerta se abrió de nuevo y un hermano pequeño, de no más de 20 años, regordete y con las mejillas muy coloradas entró y dijo jadeando:

- Frey Kaistos, el Abad os requiere para que os presentéis de inmediato en la Sala de los Pactos.

- Ahora mismo - dijo el aludido -. Vendré después -dijo mirando al hermano Jaryon-. Tengo que hablar con esos individuos

- No sé yo si van a hablar...

- Sí, conmigo hablarán -estaba seguro de que Alwin iba a colaborar-.

- Te estaremos esperando.

Salió entonces de allí e instintivamente, el perro negro, Uzo, se levantó y le siguió. El otro, del mismo tamaño pero de un color marrón oscuro, llamado Uzi, se quedó allí inmóvil. 

Avanzaron deprisa. Llegaron a la portada, adornada con virtuosismo expresivo para ayudar a los monjes a reflexionar sobre los misterios de su religión. En otro momento, hubiera obligado al perro a quedarse fuera, pero ahora consideró mucho mejor para todos que el gigante le acompañase. 

Subieron la espaciosa escalera, con una barandilla hecha de encaje en piedra y llegaron al primer piso. Torcieron a la derecha: el patio interior llenaba de luz los pasillos del edificio, sacando todos los colores de la policromía de las pinturas y esculturas. Aunque había reparado en ello, el monje estaba más pendiente de que a Alwin no se le había ocurrido nada mejor que acompañarle a la Sala. En donde estaban, no podía dirigirse a él, pero sí dijo en voz alta:

- Vamos a entrar en una sala donde todo el mundo es muy serio y no parece que les gusten mucho las bromas. Quien entre, tiene que permanecer quieto y en silencio sin tocar nada. ¿Estamos?

Siguió andando y sintió que Awlin ya no estaba cerca. Conociéndole seguro que iba a entrar en la Sala por otro lugar. Cuando llegó a la imponente puerta de madera que se abría en chaflán en la siguiente esquina, se paró y cerró los ojos antes de llamar a la puerta con el simple llamador que contrastaba tanto con el resto del entorno. Parecía mentira que se fijase ahora en esas nimiedades, pensó mientras la puerta se abría y entraba en aquella Sala amplia, cubierta de estanterías con paliondrados (1) clasificados por temas que era la biblioteca "noble". 

Pasó y vio que los miembros estaban sentados en sillas de respaldo alto en la mesa que había sobre una tarima que se usaba normalmente para cuestiones de enseñanza y otras actividades. No había silla para él. Entre estantería y estantería se abría un ventanal, así que la sala estaba llena de luz. Olía a tinta vieja y a paliondrado usado debido a la gran concentración de azúcar que tenía la planta, por lo que desprendía un olor característico.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que ni Alwin ni Uzo habían pasado la puerta. Miró hacia la ventana mientras escuchaba al Abad decir:

- Le damos la bienvenida a esta Junta. Tengo que advertirle que entre nosotros se encuentra una figura muy relevante: el chambelán imperial Astano, uno de los diez que gobiernan el palacio imperial, como sabes. Él también está interesado en lo que nos tiene que decir, Frey Kaistos.

Sólo entonces se dio cuenta de que había un hombre allí que no conocía de nada: alto, fornido, con expresión altanera y prepotente, le miraba como se mira a un insecto en la pared. Tenía grandes bigotes, poblada barba, llevaba una especie de gorro color verde oscuro, color del que también era la práctica totalidad del resto de su ropa. Estaba sentado, así que no podía ver si llevaba armas o no, algo fundamental en la situación en la que se encontraban. Aún así, no tenía ninguna duda de que llevaba armas, en plural. Tampoco dudaba de que las sabía usar con destreza y las usaría sin ningún tipo de restricción llegado el caso.

El chambelán comenzó entonces a hablar con una voz desagradable:

- Parece que habéis tenido una noche un poco desagradable...

El monje sonrió:

- Imagino que habéis visto por vos mismo lo que los demás hemos visto: la piel de serpiente, el huevo, los seres medio enanos que casi matan al guardián nocturno...

Vio entonces la sonrisa hiératica: aquel recordatorio le había molestado.

- Usted es un hombre de ciencia, me han dicho.

- Sí, eso soy, pero la ciencia se basa en la prueba y error, en la crítica constante a lo que ya se ha establecido porque puede haber una nueva teoría que explique mejor la realidad, por lo que es evidente que habrá que adoptarla, sabiendo que va a seguir siendo objeto de crítica, hasta tanto no se descubra algún problema con ella.

- Entiendo. - el chambelán había comprendido que el monje nunca se plegaría. Fue entonces cuando, como quién no quiere la cosa, el Abad interrumpió.

- Hemos puesto por escrito todo lo que nos ha contado antes, pero nos gustaría que comprobase que todo lo que se señala es correcto. Entendemos que su redacción es muy clara y que deja poco margen para las dudas. Una vez que nos diga si está de acuerdo o no y en caso de que no, qué es incorrecto, lo firma y nos lo entrega antes de salir de la Sala.

Iba a tener que corregir aquella redacción (bastante mal hecha por cierto), que le acababan de entregar, de pie, porque allí no había sillas aquel día. Sólo entonces se fijó: en un lenguaje extraño, se le indicaba que, en cuanto terminase, se dirigiese a sus pequeñas habitaciones en el torre, que después iría a hablar con él.

La letra era del Abad.

Mientras, en el otro lado del vasto territorio del Imperio, en la isla de Tandras, un joven arquero caía víctima de una flecha. No era una gran herida, pero le había traspasado el brazo izquierdo. Era evidente que alguien les estaba atacando pero él podía hacer poco: no podía tirar más flechas y, siendo zurdo, no podía usar la espada. Más que luchar que ya no podía, lo que tenía que hacer era informar del ataque desde el mar que estaban sufriendo. Pero para ello, debía llegar sin ser visto por los mandos militares al lugar donde se guardaban los búhos mensajeros, porque ninguno le había dado esa orden. 

Se arrastró por el suelo, de forma que no obstruyera la visión a ninguno de los arqueros y llegó a una de las escaleras de caracol que bajaban de la torre y las almenas. Una vez dentro, se irguió y comenzó a bajarlas cuando un estruendo espantoso le hizo mirar hacia atrás. Dio igual porque las escaleras eran demasiado estrechas, pero al irse acercando, entendió lo que pasaba: las piedras de la parte alta de la torre rodaban escaleras abajo. 

Corrió aún más deprisa, llegando en algún momento a trastabillar aunque nunca se cayó, todo ello a pesar de estar herido. Cuando llegó abajo, vio que la situación era aún más delicada: pudo constatar que parte del muro estaba resquebrajándose. Ahora llegar a los búhos era más necesario que nunca: se arrancó la flecha y se cubrió la herida con un trozo de tela que cortó de su túnica. Después, corrió como alma en pena por los pasillos: toda rapidez era poca.

La imagen está tomada de aquí.

(1) una materia parecida al papel que se hace estirando las hojas de una planta, llamada paliondro. Palabra y planta inventadas, evidentemente.

Este capítulo ya se puede escuchar en podcast: en substack:

Capítulo VIII: La recuperación de Lasánides (y 2) por Mercedes

Leer en Substack

 

y en ivoox.

 

Chapter in English here.

4 comentarios:

  1. ¡¡Me ha gustado mucho!! He visto el orden de lectura, así que iré al principio.
    Aplausos Mercedes. Abrazo grande

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    1. Muchas gracias Amaia. Celebro que te haya gustado y espero que lo disfrutes.
      Otro abrazo grande para ti.

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  2. Un capítulo fascinante que abre mas posibilidades a la historia, Mercedes.
    Estoy deseando llegar al siguiente capítulo.
    Un fuerte abrazo :-)

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    1. Hola Miguelángel,
      Me alegro de que te haya gustado: sí, la historia tiene muchas posibilidades, con malos muy malosos que dan muchos problemas a los demás y buenos, muy buenos aun con sus pequeños problemillas del día a día. 🖋️📖
      Abrazos.

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